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El Mago Sanador de la Montaña

En el corazón del Valle de los Susurros, donde las nieblas se mezclaban con el canto de las aves y los ríos susurraban secretos antiguos, vivía un mago que nadie había visto jamás. Su nombre no era importante; lo que importaba era su habilidad para curar: podía sanar heridas que parecían imposibles, devolver la vida a flores marchitas y hacer brotar esperanza donde el dolor se había instalado.

El pueblo cercano, llamado Luminaria, conocía al mago como “El Sanador de las Sombras”. Cada vez que una enfermedad o un accidente amenazaba con derrumbar la comunidad, los aldeanos acudían a su cueva, cubierta por musgo y enredaderas. La entrada era apenas visible: una piedra lisa, casi invisible, marcada con runas que solo el viento podía leer.

Un día, la niña de la aldea, Mara, cayó de un árbol durante una tormenta. Su brazo estaba roto, la sangre corría como un río oscuro y sus ojos se llenaban de miedo. Los médicos locales intentaron hacer lo que podían: vendaron el hueso con tela vieja, pero los vientos fríos continuaron sangrando.

El viejo del pueblo, al ver el sufrimiento de Mara, recordó las historias del mago sanador. Con la última chispa de energía que le quedaba, lanzó una oración a la montaña y pidió ayuda. Cuando la tormenta se calmó, un susurro ligero como una brisa fría recorrió los vientos, guiando al joven viajero de la ciudad, quien había oído sobre el poder del místico.

El viajero llegó con su mochila llena de hierbas y libros de hechizos antiguos. Al ver a Mara, comprendió que era la llamada que esperaban. Junto al viejo del pueblo, comenzaron a trabajar: el viajero recitó un canto de curación mientras el anciano colocaba una mano sobre el brazo roto de Mara.

Las runas en la piedra se iluminaron con una luz azul suave, y las sombras que rodeaban la cueva parecían desvanecerse. La sangre se detuvo, como si hubiera sido atrapada por un velo invisible. El hueso comenzó a reencajar, vibrando suavemente, como el latido de un corazón recién nacido.

Cuando el último suspiro del hechizo se disipó, Mara estaba sana. Su mano se movía con fuerza renovada y su sonrisa iluminó la cueva más brillante que cualquier lámpara. El viajero, conmovido, se dio cuenta de que había sido testigo de algo trascendental: no era solo el poder del mago, sino también la fe compartida de todos los presentes.

El místico, al ver el resultado, sonrió en silencio y desapareció tan misteriosamente como había llegado. Pero antes de irse, dejó una pequeña piedra de jade sobre la entrada de la cueva. En ella estaba escrita una frase que resonó con fuerza: “La sanación es un puente construido entre la fe y la voluntad.”

Desde entonces, cuando las sombras amenazaban el Valle de los Susurros, los aldeanos se reunían en la cueva para recordar esa lección. No buscaban más al mago, pues comprendieron que su verdadero poder residía en la comunidad misma: uniendo sus corazones y voluntades, podían superar cualquier dolor.

Y así, cada vez que el viento sopla a través del valle, las hojas de los árboles parecen murmurar: “El Sanador no está en la piedra; está dentro de nosotros.”