El Canto del Bosque
En los años que el sol aún llevaba la capa de oro sobre la Galia, cuando las colinas se vestían de verdes y los ríos cantaban susurros antiguos, vivía un druida llamado Aelion. Su casa era una cabaña de troncos entrelazados con hiedra y musgo, donde el aire olía a tierra húmeda y al perfume de la noche.
Una mañana, cuando la niebla aún abrazaba las copas de los árboles, Aelion escuchó un ruido que no era el canto de los pájaros. Era un jadeo profundo, quebrado por dolor. Siguiendo el sonido, llegó a una arboleda donde encontró al ciervo que había perdido su cuerno izquierdo: sus ojos, grandes y pálidos, miraban al cielo como si supieran algo más allá del sufrimiento.
El druida se acercó sin miedo, pues los animales de la selva le hablaban en el lenguaje de las raíces. Se sentó junto a él, colocó una mano sobre su pezuña y susurró: “Siente la vida que corre por este bosque. Respira lo que nutre las hojas y deja que mi palabra sea un puente entre tu dolor y la sanación.”
Aelion empezó a recitar el cántico de los ancestros, una canción tan antigua como la tierra misma. Los versos se mezclaban con el viento, y cada sílaba parecía vibrar en la corteza de los árboles. El ciervo cerró los ojos y dejó que las palabras lo envolvieran.
Con la voz del druida, la luz dorada de la luna se filtró a través de las ramas, tocando la carne herida del animal con una suavidad etérea. Las fibras musculares comenzaron a encogerse, el dolor se fue disolviendo como arena en el mar. Cuando el canto llegó al final, un resplandor cálido brotó del cuerno perdido y se extendió sobre su lomo.
El ciervo abrió los ojos de nuevo, pero ahora brillaban con una claridad que no había sido antes. Se levantó lentamente; sus patas se movían con firmeza renovada. Al ver al druida, el animal emitió un rugido breve, casi como un agradecimiento. Aelion sonrió y, sin pronunciar palabra, se volvió a la cabaña.
La transformación del ciervo fue más que una simple curación física; era la restauración de su esencia, su conexión con la tierra y el flujo vital que lo sostenía. El bosque entero parecía respirar en armonía, como si un antiguo pacto hubiera sido renovado.
Desde entonces, cada vez que Aelion sentía la necesidad de recordar la magia del mundo natural, se acercaba al lugar donde había curado al ciervo. Allí, entre los troncos y las hojas, escuchaba el eco de su canto y recordaba que la verdadera transformación nace cuando damos espacio a la vida para sanar y volver a brillar con la luz de la tierra.
